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magnolia

Os regalo una parte de mi

Me gustaría dejar aquí la huella de este pequeño relato, deseo que disfruteis leyéndolo:
A veces, cuando miraba por la ventana al anochecer y encontraba la luna llena podía llegar a sentir como la sangre, lenta y cautelosamente, lograba llegarle otra vez hasta el corazón, y sus ojos podían sentir la humedad de una lágrima a punto de derramarse. Es quizás el momento en el que volvía a considerarse como un ser humano y dejaba de lado aquella necesidad de destacar por encima de todos, esa importancia excesiva que llegaba a darle a todo lo que consideraba más relevante que su propia persona y cuya única finalidad era ocultar todo lo que, en un pasado no tan lejano, le había hecho mucho daño.
Creció rodeada de un ambiente dañino, una sensación de constante desengaño flotaba de manera constante en la atmósfera de su hogar, aunque las dobles caras y las miradas neutras eran una realidad. Quizás, en ocasiones, pudo llegar a creer que esa segunda cara que le presentaban era la real, pero la ilusión duraba tan poco como el humo de los cigarrillos que constantemente fumaba su padre.
Siempre existía esa necesidad de llamar la atención en todo para que la oscura realidad de su hogar pasara a un plano posterior y las miradas se postraran en ella. A pesar de que todo el amor que conseguía reunir lo ponía a disposición de aquel que lo necesitara, nunca llegaba a recibir su merecida recompensa. Y es que su familia era de aquellas en las que la compostura es mucho más necesaria que cualquier búsqueda de consuelo.
Había noches en las que su madre no llegaba a casa a dormir. Recuerda perfectamente cuando, con cinco años, y tras una pesadilla, corrió en busca del regazo materno en un desesperado intento de consuelo. Pero aquella noche su padre, sentado a oscuras en el salón de la casa, le advirtió que las niñas no deben llorar, y que cualquiera que sea la pesadilla que tuviera debía superarla ella sola. Entonces, con lágrimas en los ojos, se acurrucó en su cama, junto con su viejo perrito de trapo, tratando de que su infantil cabeza comprendiera que era momento de hacerse mayor. Es quizás esta una de las circunstancias que le llevó a madurar de manera tan precipitada. Fue entonces el momento en el que se le determinó a cortar en cierta manera su parte de muñeca soñadora.
Con diez años era ella la que cuidaba de su pequeño hermano, que nunca llegó a entender porque tenía una madre tan sólo dos años mayor que él. Su padre, sumido en un constante situación de autocompasión, no asumía, ni pretendía hacerlo, que aquella pequeña niña de rizos no contaba con la suficiente quietud como para asumir una situación de estas dimensiones.
En su clase siempre se sentaba en las últimas filas, y, a pesar de ser la más brillante estudiante, nunca ninguno de sus compañeros llegaron a ser consciente de ello. Es posible que estuviese destinada a pasar por la vida convertida en un suspiro, en un rayo de luna difícil de divisar, pero el que llegara a asumirlo con aquella tempranía marcó su destino.
Hoy, al rebuscar en su memoria apenas encuentra recuerdos a los que amarrarse. Un ligero álbum de fotos donde las sonrisas parecen omitidas es el mejor testigo de su existencia. Pero en lo más hondo de su espíritu, y coincidiendo con las noches de luna llena, despierta una sensación de vida que la lleva a sonreír, a creer que todo esto no ha sido más que una pesadilla de infante cuyo remedio será el dulce abrazo de su añorada madre.

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